Una tarde cualquiera el cielo se puso naranja, casi rojo. Llamaradas de luz se colaban por todos lados, iluminando con fuego cada rincón. Mientras tanto, zombies urbanos esperaban en cada estación y sus sombras, largas, negras, aterradoras, cruzaban el andén. Parecía el fin del mundo.
Me bajé confundida, mareada. El vendedor de
garrapiñadas que se para justo delante de la barrera gritaba que se habían abierto
las puertas del infierno. Me dio miedo. Caminé rápido y me alejé. A las pocas
cuadras noté que el cielo había empezado a oscurecerse. Las puertas se cerraron,
pensé. Por fin.
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