Esperé
en el andén más de veinte minutos. El piso de la estación estaba húmedo y las
columnas de hierro, heladas. Me hundí en la campera, y resignada a seguir ahí
parada un rato largo, cerré los ojos.
Pasaron tres o cuatro trenes de los que van para el lado contrario al que voy yo. Algunos no pararon. Me empecé a preocupar. No quería mirar el reloj, pero el sol, delator, estaba cada vez más arriba. La chicharra de la barrera andaba mal y sonaba todo el tiempo.
De repente, las palomas que se habían amontonado entre las vías volaron: estaba llegando, por fin. Me subí al sucio armatoste de hierro y me dejé llevar, una vez más. El día recién empezaba.
Pasaron tres o cuatro trenes de los que van para el lado contrario al que voy yo. Algunos no pararon. Me empecé a preocupar. No quería mirar el reloj, pero el sol, delator, estaba cada vez más arriba. La chicharra de la barrera andaba mal y sonaba todo el tiempo.
De repente, las palomas que se habían amontonado entre las vías volaron: estaba llegando, por fin. Me subí al sucio armatoste de hierro y me dejé llevar, una vez más. El día recién empezaba.