
Pasaron tres o cuatro trenes de los que van para el lado contrario al que voy yo. Algunos no pararon. Me empecé a preocupar. No quería mirar el reloj, pero el sol, delator, estaba cada vez más arriba. La chicharra de la barrera andaba mal y sonaba todo el tiempo.
De repente, las palomas que se habían amontonado entre las vías volaron: estaba llegando, por fin. Me subí al sucio armatoste de hierro y me dejé llevar, una vez más. El día recién empezaba.
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