Caras cansadas, transpiradas, hinchadas. La atmósfera en un vagón de los viejos, sin aire acondicionado, era insoportable. La ropa se me pegaba al asiento de cuerina y sentía las gotas de transpiración bajar por la espalda. A pesar de los vidrios rotos y las ventanillas abiertas, no entraba el aire y el sopor era tanto que adormecía.
Con los ojos entreabiertos miré hacia el tren que iba en sentido contrario: los pasajeros se mantenían de pie aplastados unos a otros como una suerte de masa humana compacta, con algunos desprendimientos colgando de las puertas. Imaginé el aire irrespirable, el contacto pegajoso… Si yo me sentía mal en mi vagón -donde sobraban los asientos- lo que estaban sufriendo ahí enfrente era indescriptible.
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